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lunes, 6 de octubre de 2014

LOS FUSILADOS

A la memoria de aquellos... A la memoria de los ejecutados en Tlatlaya, Edomex ... A la memoria de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, ejecutados en Iguala, Guerrero...
 No más impunidad!
 
Por Celso Domínguez Cura
 
Escucho los duros pasos de las botas sobre este suelo. Sobre este polvoso suelo del desierto. Veo a todos mis compañeros ahora dormidos; después de que nos trajeron amarrados y mancornados como si fuéramos parte de una gran yunta de bueyes, nos subieron a un gran camión y ahí caímos como pesados sacos de maíz, luego nos bajaron y nuevamente nos hicieron caminar por todo el salitral entre los huizaches y mezquites bajo esta luna triste y unas refulgentes estrellas que a punto de llorar, nos acompañan por este sendero hiriente y tan lleno de espinas.
 
        Estaba atado de pies y manos pero hacia lo posible por moverme para que mis compañeros notaran que aún nos quedaba vida. Afuera se oía un débil rumor, los soldados están cuchicheando, hablando en voz baja y los sonidos de sus palabras se confunden con el murmullo del viento helado que entra por las rendijas de estos viejos cuartos de adobe.
 
Nunca supimos como fue que dieron con nosotros. El hecho es que de pronto todo el pueblo estaba sitiado, lo cerros antes resecos y pelones, poblados sólo por lechuguillas, cactus y biznagas, ahora repleto de soldados y cañones, porque bien nos lo dijeron: esto no es una rebelión, esto es una guerra.
 
De pronto llegaron, derrumbaron las puertas con todas las fuerzas de sus mosquetones y nos agarraron a patadas. No nos dieron tiempo de nada, a nuestras mujeres las golpearon, las arrastraron entre las piedras duras de nuestros solares para que dijeran quiénes más eran los alzados, pero lo único que se escuchaba como respuesta eran los aullidos de los perros mientras los puercos y las gallinas salían despavoridas en busca de resguardo o se quedaban con sus asustadizos aleteos entre nuestras casas destrozadas y repletas de desperdicios.
 
    Una vez que nos juntaron a todos, nos amarraron y nos llevaron a la plaza mayor. Yo sentía los resoplidos de los caballos y los vapores de sus belfos en la mera cara. Nos juntaron a todos en la plaza. Al primero que subieron a la parte más alta fue a Pablo, el juez del pueblo y uno de los que comandaban a toda la población.
 
Me acuerdo bien cómo su enorme estatura se imponía a todos los soldaditos, y ninguno se atrevía a echarle la soga al cuello cuando lo ahorcaron en el mezquite que estaba en el centro de la plaza.
 
-¡Trae para acá eso!- Le dijo Pablo al soldado que tembloroso sostenía la gruesa cuerda -¡Y ahora jálele, cabrón!- volvió a decirle con su potente voz al tiempo que se mordía los alazanes bigotes con la fuerza del coraje contenido.
 
Él mismo se ajustó la cuerda como una muestra de su excepcional hombría. Y ya colgado, su cuerpo se convulsionaba pero no cedía, pasaron largos minutos hasta que por fin un soldado le dice a otro… -¿a ver tú, qué chingaos esperas? El soldado sacó su máuser y de un tiro en la frente dejó a Pablo quieto para siempre.
 
El sol ya se ocultaba; era una tarde triste. Si antes a los niños los habían dejado tirados en el suelo llorando… las lágrimas y lamentos de las mujeres hacían esto mucho más tétrico.
 
Y Ahora yo estaba ahí, en ese cuarto con el grupo de los doce, como nos nombraban a todos. -¡Forcejemos con los soldados!- Yo les decía a los compañeros. Y nadie me hizo caso.
 
    Como a las 2 de la mañana le pedí al centinela que me dejara orinar. Y él como condescendiente con un futuro muerto, accedió sin rechistar. Así que me acompaño a la parte trasera de los cuartos de adobe. Me acerqué a la pared y él se apartó discreto para darme la libertad de hacer mis necesidades.
 
Una vez que terminé de orinar, mientras guardaba mi humanidad, una voz le decía a otra de otro lado de las paredes -Pues ya sabes, todo se hará como esta previsto, así que apenas clareando los despachamos… -De acuerdo, como usted ordene comandante.
 
Me alejé de la pared y antes de avanzar, el centinela me dice estirando su brazo hacia mí. -Tenga amigo, fúmese este cigarro Yo lo acepté, sin decir nada pero mirando en la oscuridad sus brillantes ojos. -Pues uno no sabe, tal vez no volvamos a vernos- agregó con cierta benevolencia.
 
Me volví con mis compañeros. Me senté recargándome en la pared mirando cómo fingían estar dormidos, en la oscuridad sólo interrumpida por una ligera raya de luz que se filtraba por la rendija de una vetusta puerta. -Bueno amigos, el que traiga algo que comer; que coma, pues con la panza llena la muerte se siente menos… -les dije mientras fumando miraba la linterna del cigarrillo como una pequeña esperanza.
 
    Yo ya no dormí. El lejano canto de los gallos anunció el alba y sólo fue cuestión de segundos para que entraran por nosotros. Nos levantamos con dificultad, pero ahora ya no nos golpearon, ¿Para qué?.. si ya íbamos al cadalso.
 
Ya estaba el día bastante claro cuando llegamos al Salitre, ahí también ya estaba preparado un gran socavón, que habían cavado durante la noche. Nos formaron, nos preguntaron cual era nuestra última voluntad, cosa absurda, pues ya saben que la última voluntad de un hombre no es otra que seguir viviendo. No se por qué pero desde que mataron a Pablo, siempre me echaron por delante, así que yo era el primero. Me desataron de pies y manos.
 
Me dijeron que caminara enfilándome hacia lo que sería esa gran tumba, obedecí sin decir nada, pero algo me bulló por dentro, agitándoseme con tamaña fuerza el pecho que tuve una última reacción arriesgándome a todo.
 
Así que tomé un gran puño de tierra y sin pensarlo lo lancé con fuerza a los ojos del pelotón de fusilamiento. Me quedé impávido unos segundos, como razonando lo que había hecho, pero viendo que no me quedaba de otra, corrí, y corrí entre los espinosos chaparros, entre los breñales, a punto de salírseme el corazón, faltándome el resuello, y corrí, corrí zigzagueando. -¡A ver cabrones, no se queden ahí como pendejos, que se nos va!- Alcance a escuchar.
 
Y todavía hoy parece que corro y corro más y más, corro, oigo las balas, una tras otra, tras de mi, oigo las balas, me zumban, me dejan sordo y aturdido, pero corro y corro, caigo sobre las espinosas biznagas, se me rasga la piel, el corazón a punto de salírseme y de estallarme los pulmones, doy un enorme salto, pero quedo tendido desfallecido sobre una cerca de alambre de enormes púas; quedándome el eco y el zumbido de las últimas balas. Ahí me dejaron dándome por muerto, yo mismo no me sentía vivo. Hasta que el quemante sol de la salitrera me despertó haciendo más intenso el dolor de mis heridas.
 
 Días después de andar perseguido y escondido entre las cuevas, fui a dar a la capital del Estado y ya en la comandancia de la Zona Militar me encontré con uno de los meros importantes. -Mira muchacho, esto que pasó es muy lamentable. De hecho esta guerra tiene mucho que había terminado. Habrá que investigar y que los responsables reciban su castigo, pues no se tenían ordenes de ejecutar a nadie. Por ahora vete y trabaja en paz tu tierra. Y este es tu documento de amnistía.
 
  Regresé al pueblo y ahora, hijo, siempre que paso frente a este mezquite se me nublan los ojos al recordar la historia, de los 12, perdón, de los 11 fusilados.

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