Por Celso Domínguez Cura.
Tal como habíamos quedado. Al otro día por la tarde y poco antes de oscurecer llegó Leonel; ya suficientemente preparado. Traía una petaca tomada de las azas y una gruesa chamarra en medio de estas, traía puesto también, un suéter ligero pero se le notaban debajo dos camisetas, por tanto, había pensado en la posibilidad de quedarnos, como lo habíamos platicado, donde nos agarrara la noche, y para los posibles fríos del invierno.
Sin embargo, cuando me vio tan tranquilo me preguntó si caso yo ya había desistido de esta aventura. Le indiqué con la mirada para que me siguiera y ya en mi cuarto se sorprendió de todo lo que estaba encima de mi cama.
-¡Órale! Parece que esto va en serio- me dijo fingiendo sorpresa, pues él sabía de antemano que aún cuando me cuesta mucho trabajo tomar una decisión, una vez que lo hago ya no hay marcha atrás.
-pues ya habíamos quedado ¿qué no?- le contesto al momento que voy metiendo todo en una gran mochila de alpinista que yo había conseguido y me fue pasando las cosas y yo las iba metiendo.
Un frasco de Nescafé, un paquete de cigarros Delicados y otro de Faros, una pequeña hoya de aluminio, un par de pocillos y dos cucharas, un par de tenis que me habían regalado, además de dos gruesísimas chamarras y dos sudaderas, unos cuantos libros y un cuaderno de notas.
-¡Oye! Si no nos vamos a quedar tres años, ¿para qué tanta cosa?- Me pregunta dirigiéndose a la puerta como si tuviera ya prisa de salir.
--Bueno, si nos quedamos por ahí varados, cuando menos tenemos café y cigarros. Por cierto, ¿nos llevamos la guitarra?-
-¡Claro! esa sí no puede faltar, pues es la que nos va a dar de comer… dámela esa yo la cargo.
Ya estábamos plenamente listos. Salimos de mi cuarto, pasamos a la cocina donde estaban mis padres tomando su café dispuestos a la cena. Sin tantos protocolos simplemente les dije que ya nos íbamos, pues no soy muy bueno para las despedidas. Pero mi madre nos se cansaba de darnos recomendaciones: que nos portáramos bien, que tuviéramos mucho cuidado, que no nos juntáramos con gente extraña… hasta que mi padre la reconvino.
-¡Ya, ya déjate de tanta alharaca!, déjalos que se vayan agusto. Ya hasta quieres seguirlos con la señal de la cruz… van a venir bien, están jóvenes. Ya ni yo que anduve solo por Brownswille, por Houston, por todo Texas, Tamaulipas…
-Ya va a empezar con la misma historia…
-Bueno ya, ya, ya.
Que les vaya bien y regresen enteritos ¿he?
-Sí papá hasta luego- le dije un tanto divertido, dejándolo a la mesa con su humeante taza de café. Sólo mi madre nos acompañó a la puerta de la calle sin dejar de hacernos las mismas recomendaciones. Bajamos a la avenida mientras íbamos planeando como le íbamos a hacer. Así que por lo pronto acordamos que nos iríamos a Teques y tomaríamos un autobús para la caseta de Tepotzotlán.
Cuando llegamos a Tequesquinahuac algunos conocidos nos saludaban de lejos a lo que nosotros simplemente correspondíamos con un ligero cabeceo o con una señal de hasta luego. En realidad yo sentía una combinación de miedo y emoción, pero a la vez me sentía demasiado seguro, contando con la experiencia que en estas lides ya tenía Leonel.
De algún modo nos sentíamos extraños, pues sentíamos las miradas de mucha gente, o era tal vez que nos estaba llegando nuestro sentido de importancia.
-Oye, Pedro, me cae que tú sí te ves re bien, pareces todo un viajero. Tienes digámoslo así, una cierta personalidad… yo en cambio con mi petaca parezco un simple albañil que va para su rancho, que va para San Luis… o para Jilotepec
-No empieces con tus jaladas, parecerás lo que sea, pero a partir de aquí estoy en tus manos, tu eres el maestro de la carretera.
-Bueno, hasta que hay alguien que me reconoce…
-¡Órale güey, córrele, que ahí viene el autobús!
Nos subimos al autobús con cierta dificultad entre empujones y empujones pues estaba completamente lleno; además que por estos días previos a las navidades todo mundo trae demasiadas cosas, es la plena época del consumo. Y nosotros con nuestras mochilas a reventar le pegábamos a la gente a cada paso que dábamos. Así que llegamos a la caseta de Tepotzotlán sin ninguna novedad. Bajamos del autobús y como si nada nos pasamos del otro lado de la caseta y por poco un grupo de ciclistas nos atropella. Nos detuvimos a unos cincuenta metros de la garita, bajamos nuestras mochilas y levantando la mano, nuestro pulgar se convertía en una flecha, en la señal precisa para que alguien, algún interesado compadeciéndose se detuviera y nos levantara.
Pero todos lo autos y camiones apenas pasaban la caseta, se arrancaban vertiginosos y como veloces bólidos se perdían en el oscuro horizonte de la noche haciendo de la autopista tan solo el hilo conductor de todos sus deseos. Esto era correr, era escapar libremente con ansias hacia los misterios negros de la vida, pues bien sabemos que por la noche todas las cosas parecen extrañas. Algunos con curiosidad se detenían tan sólo para preguntarnos divertidos a dónde íbamos, y nos respondían que estaba muy lejos, que era muy difícil que alguien nos llevara, pues era mejor solos, que así juntos nadie nos iba a levantar o hacían la finta de detenerse y cuando corríamos para alcanzarlos se arrancaban divertidos y riéndose a burlonas carcajadas.
Empezábamos a sentir ya de lleno un viento helado, preámbulo del invierno. Y cuando más desesperados estábamos, cuando sentíamos que quizá nos íbamos a pasar lo que restaba de la noche ahí sentados sobre nuestras mochilas, se detuvo un automóvil y ya casi adormilados no alcanzábamos a escuchar lo que el conductor nos decía, hasta que casi gritándonos nos preguntó: – ¿Qué a dónde van?
Entonces Leonel acercándose le dijo: -A donde nos lleve, no importa, lo queremos es ya no estar aquí sentados
Luego me mira preguntándome de lejos -Que nos lleva a Querétaro ¿Cómo ves?
-¡pues vámonos!
Nos subimos al automóvil no sin cierta dificultad al acomodar nuestras cosas. Pero una ves instalados de inmediato el conductor se arrancó y ¡ahí vamos!... Recorriendo los primeros kilómetros de la autopista México-Querétaro.
Yo iba sumido en silencio mirando a través de la ventanilla cómo los autos, y los trailers, los grades camiones, pasaban y cómo se veían los resplandores de sus luces para luego encegueciéndonos desaparecer a nuestras espaldas dejándonos tan sólo el eco del zumbido de sus motores. No sé por qué pero siempre desde pequeño cundo salíamos de viaje con mis padres, me entraba una especie de melancolía, de nostalgia, y ahora este mismo sentimiento me inundaba. Poco a poco nos fuimos alejando y era como si dejando atrás todas las cosas, los árboles, las fábricas todas huyeran. Hasta que ya sobre el camino no quedaran más que arboles y aisladas casuchas que con sus luces nos saludaban despidiéndose de nosotros.