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jueves, 15 de agosto de 2013

LA ÚLTIMA BATALLA

Por Celso Domínguez Cura.
 
  Alfredo como todos los días se puso de pie muy temprano. Frente al espejo se miraba y el reflejo de su rostro era el marco para buscar todas sus respuestas. La clara profundidad, como un túnel, lo transportaba a todos los acontecimientos de su vida.
 Era incluso, como si quisiera traspasar todo su cuerpo para mirar hasta lo más profundo de su alma.
 
Y su pregunta más habitual en estos últimos días, que muy rápido se habían transformado en meses, era: ¿por qué a él, y precisamente a él, tenía que ocurrirle todo esto? ¿Por qué, si siempre había tenido una buena forma de vida, y un trabajo que era la envidia de muchos de sus amigos; ahora tenía que sufrir lo que muchos de esos mediocres, ahora padecían; la falta de empleo? Los primeros días, después de que lo despidieran de esa empresa donde rápidamente había hecho carrera y escalado varios de los puestos más importantes, pasaron sin muchos sobresaltos.
 
Y así, cada mañana se sumergía en esa especie de rito frente al espejo. Y el tiempo fue pasando y el anhelado trabajo <> fue posponiendo su aparición. Con el paso de los días, y aún con todas las necesidades de la casa y de sus dos hijos, le fue entrando una especie de sopor e indiferencia. De modo que poco a poco después de verse al espejo, terminaba irremediablemente tendido en su sillón preferido, sin hacer absolutamente nada. O bien, pasaba largas horas frente al televisor, sin soportar siquiera que le dirigieran la palabra.    
 
Así que esa mañana, después de pensarlo varios días, había tomado una gran determinación. Se lavó la cara, más bien se la mojó, tan sólo para quitarse lo adormilado. Pasó por su delgado rostro suavemente sus manos, para sentir su barba ya crecida, descubriendo algunas arrugas bajo sus ojos. Se puso una camiseta, sus jeans, y una chamarra de piel. Se sintió más joven, capaz de hacer cualquier cosa, como muchos años atrás….
 
De pronto dudó de su atuendo, <> para esa clase de trabajo no se necesita nada de formalidad. Así que bebiendo el último sorbo de su café, ya que su mujer no estaba, tomó una libreta de notas, un bolígrafo y salió con el espíritu de un gran guerrero. Ya sobre la avenida, sentía la atención y las miradas de toda la gente. . “¿Qué difícil podrá ser esto?” se preguntaba a medida que se acercaba al lugar que había elegido. Saludó a la señora de los jugos, al pasar por la tortillería se encontró a la portera del edificio… ya en la esquina, se entretuvo mirando una revista en el puesto de periódicos, pero lo que en realidad pasaba; era que no sabía cómo empezar, nervioso, sentía un poco de miedo. Y daba vueltas y vueltas, indeciso, alrededor del puesto fingiendo ver una y otra revista.
 
Se acordó del dicho que dice “que lo que no se hace en caliente no se hace” y entonces, Ya más decidido, se fijó en el primer microbús, tomó los datos, tal como lo había observado tantas veces. Esperó que pasara el siguiente autobús y en cuanto lo tuvo enfrente se acercó, puso el pie en el estribo y con firmeza dijo: “Burro a dos minutos, es el 23” el conductor, lo miró pero no le dijo nada, y le dejo 10 pesos. Para el siguiente, ya los nervios habían desaparecido y en unos minutos ya tenía bastantes monedas en su bolsillo “¡Chingao!, ¿por qué no se me había ocurrido esto antes?” y así, uno tras otro, hasta que un conductor le preguntó con un tono de burla: “¿Qué onda carnal, tu eres el nuevo checador? “Sí,” Conteste Alfredo sin hacerle mucho caso. “¡Aaah!, órale chido, pues al rato nos vemos” Alfredo siguió en lo que estaba con entusiasmo.
 
Y ya para las 12 del día pensaba: “no pues si sigo así, en unos meses pago mis deudas y aunque ya no consiga empleo de lo mío, aquí está a todo dar” A lo lejos vio que venía un microbús como si fuera un estruendoso bólido. Se detuvo frete a él. Echó una rápida mirada a su libreta, iba apenas a poner el pie en el estribo cuando sintió un golpe contuso en el pecho y fue a dar al suelo con todo su peso. Cuando se levantó ya tenía frente a él a dos mocetones enormes y llenos de tatuajes que lo empujaban preguntándole insistentemente: “¿Qué onda compa, quién te dio chance de chambear aquí?” y como no dijera nada “te estamos preguntando cabrón, a ver dinos, quién te dijo que te pusieras aquí” le decían una y otra vez.   
 
El seguía sin decir nada, y se iba haciendo atrás y atrás, ya casi llegaba hasta el puesto de revistas, cuando mirando al suelo ve su libreta y su bolígrafo, desparramados junto con las monedas y sintió coraje. Entonces los enfrenta pero el más alto y obeso lo vuelve a aventar y nuevamente cae al suelo. Sin pensar de donde, le salió un impulso y pivoteando sobre su cuerpo, se puso de pie y con un sorpresivo giro y saltando como si fuera un bailarín con una patada voladora mandó al suelo al mastodonte que lo increpaba. Pero el otro mocetón sintiendo miedo, empieza a silbar y al momento se vio rodeado de varios tipos mal encarados.   
 
Todo fue repartir golpes aquí y golpes allá, con la habilidad que de muy pequeño le dieran sus clases de artes marciales. Ya pera entonces muchos vecinos presenciaban esta pelea digna de las películas de Bruce Lee, sólo un anciano, les reclamó a los mirones, “¡háganle el paro, no sean cabrones” pero nadie decía nada. Y el anciano insistía, “pinches maricones, háganle el pero” Y todos se miraban impávidos sin ni siquiera moverse.    
 
Alfredo sin darse cuenta pisa su libreta de notas que deslizándose entre sí las hojas hacen que él resbale y como en cámara lenta cae al suelo muy cerca de la banqueta, uno de los tipos llega por detrás, y le rompe en pedazos una botella en la cabeza. Todos se le van encima, como jauría, sin darle tregua cubriéndole a patadas todo el cuerpo. Hasta que ya cansados uno de ellos dice: “Ya estuvo, ya le pusimos en su madre” Sólo el anciano nuevamente los enfrenta, “Pinches montoneros” les dice con impotencia recorriendo y buscando solidaridad entre los mirones.
 
Pero nadie dice nada. “Ya cállese pinche viejito, o le pongo en su madre” le contesta uno de los felones, “¿a poco cree que cualquier pendejo puede ponerse a chambear aquí? No, si cada lugar vale quince mil pesos Y este güey nada más viene y se pone”…
 
Mientras todos se dispersan alguien dice “Pinche caratekita, por poco y nos rompe la madre” Alfredo se va sumergiendo en la oscuridad y la inconsciencia, ahí tirado, y entre un pegajoso charco de sangre recuerda un diálogo en una Feria del Empleo “Oiga, no hay nada de chamba, está cabrona la crisis ¿no?” “No, no está cabrona, está de la chingada” Cierra lo ojos: en esta que puede ser su última batalla.

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